Hay, Horacio, cosas en el cielo y en la tierra que tu filosofía no puede comprender.
Hamlet
Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimbatul, ash Nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul

jueves, 17 de mayo de 2012

Cuentos de Invierno

                                                                
Primera Parte 
 I
La noche desfallecía, helada, en los albores montañosos.

Lejos de las gracias del fuego, un explorador de traje verde dejaba caer su suerte por oscuros senderos. La nieve y el viento lo conocían. Había partido muchas edades antes, buscando una aureola de purpúreos cristales, la cura otoñal para su alma en pena. En vano recorrió selvas, bahías, bosques de cenizas, arcaicas ruinas de ídolos herrumbrados; el cristal simplemente se desvanecía ante su cóncava mirada.

“¿Espejismos en la nieve?” se preguntaba.

Insistente en su búsqueda , vagó por valles de lágrimas, asteroides que callan elegías galácticas, densidades sónicas en frecuencias desconocidas, abismos de países oníricos, páramos imposibles. A veces, en las noches sofocadas de escarcha, vislumbraba atisbos del añorado metal, con formas y peligros diferentes, dejándose ver en el austero enigma.  Regodeándose por la respuesta efímera, la ruleta volvía a girar y él entendía: esto no es real. Una quebrada sensación de amargura poblaba su rostro al despertar. La vigilia-decía- es el terrible instante donde bailan en un torbellino los espejismos y las materialidades; el tiempo, veloz móvil de la mortalidad, se pasea como inmaculada majestad. Es cuando soñamos que logramos capturar breves espacios del mitológico universo perdido, que se derrumba, prohibido, en el crepúsculo del despertar.

Las búsquedas infructuosas no habían hecho más que herirlo por dentro: el hielo cubría parte de sus venas y su sangre, enlenteciendo el proceso de su destino escrito en lápiz.

Hielo que no desaparece en primavera.

Nuestro héroe divagaba sobre el sentido de la soledad en la cumbre del cerro, cuando el dulce canto de élficas doncellas capturó su atención. Cabalgó tres días y tres noches, siguiendo el sonoro sendero hasta llegar a tierras desconocidas para él, el explorador. Las lejanas tierras iban más allá de los ríos por donde no se atrevían a pasar los hombres de las aldeas aledañas. Gran terror despertaban entre los pastores las retorcidas figuras que se asomaban en los márgenes del profundo río. Sin temor, ignorando las oscuras leyendas, el aventurero cruzó los ríos exuberantes de tinieblas. ¿Qué miedo podría despertarle el río a él? Después de todo; casi todos guardaban en sus bolsillos un purpúreo cristal.

 II

No es, como cantaban los poemas primigenios, que el cristal siempre haya estado vedado. El viajero provenía de una estirpe de antigua sangre, de tradiciones magnánimas. La posesión de aureolas se suponía común y totalmente accesible, los ritos de iniciación eran como los que se daban en todo el mundo, banales, pero felices. Cuentan los arlequines en callejones polvorientos, que el cristal del joven había sido recubierto de ponzoña por la Reina Negra de los castillos en el hielo, aquellos enmarañados por la oscuridad del invierno bajo un manto de fiel rocío. Los hechos ulteriores son el épico instante en que el destino desata su capricho divino sobre un ilusorio actor de la gran comedia: la aureola recubre al joven en pérfidas tinieblas, destruyendo los claros violáceos, esencia última del cristal, y desvaneciendo a éste hasta el fin del mundo.

Un eco de soledad se abrió entre las inmensidades de su alma. Ni las frívolas distracciones, ni la comodidad de su casta eran pábulo para su ser. Las noches lo sumergían en sueños de colores; sólo fríos colores que querían decir algo indescifrable. Y mientras siete reinas de mantos luminosos se paseaban al cumplirse la medianoche, nuestro héroe encontraba abrigo mirando a la Luna navegar su plateada inmensidad en los profundos mares del cosmos.

III 

Hay paredes que atraviesan la más transparente cortina de aire. En mi caso, admito, pude haber encontrado mi perdida reliquia escondida en lugares inhóspitos y  no tanto. Pero un muro invisible frenaba mi voluntad al estar a tan sólo pasos del cristal. Su aureola puede envolverme, pero sólo el mineral podrá destruir las gélidas heridas que guardo. Lo confieso: es mi culpa, es la ignorancia por las cosas más comunes, la vaga sabiduría de cosas absurdas que se representan en teatros vacíos. Sentado en el umbral, quiero saber qué hay detrás del espejo.

 IV

Tupidos bosques de nieve recelan los secretos y artilugios de esa confluencia entre la realidad y fantasía. ¿Qué es realidad y qué es fantasía?  Magia. ¿Qué es realidad? Un árbol verde. ¿Qué es fantasía? El aroma vegetal, las suaves hojas dejándose acariciar por una brisa de otoño, las muestras del tiempo en el color de la hoja, la soledad de las ramas en el invierno, la fiesta de juventud en primavera. ¿Qué es magia? Confluencia. Transgredir el límite. Felicidad.

Las lluvias del otoño trajeron a nuestro héroe al bosque mencionado. Sus ojos, azorados, parecían la calma implacable de un lago que esconde profundos acertijos en su invisible fondo. Los cantos no cesaban. El dulce silbido de un abedul, o una flauta de bufones olvidados, o la mera sensación de los acordes del viento arrastraron al explorador a las entrañas de la arboleda. Cascadas de luna se vislumbraban entre la maleza. Auras azules y violetas mantenían la densa atmósfera de la bóveda arbórea. Hongos y plantas de los más diversos colores se abrían paso entre la incesante nieve. La nieve, vieja amiga. El frío. Cabalgó por los arcaicos senderos que dibujaba la misma maleza hasta alcanzar un claro.

Una figura peculiar fue a su encuentro. Peculiar para quienes no viven en los bosques, pues los guardianes del bosque son conocidos por todos. Pocos quedan en nuestros tiempos, mas aún defienden la armonía forestal con la misma sabiduría de antaño. Cuando estuvo a escasos pasos del jinete, y con una voz que no parecía emanar de su boca, exclamó:
-Los días se acortan, y tras la tercera nevada aparece un explorador buscando su enigma. ¡Forastero, ten cuidado con el tiempo que dignes a gastar aquí; perenne es la noche y poco podrás ver si te dejas llevar por el denso aire antiguo del bosque!
-¿Pero dónde es que estamos?
-¿Estamos?
-Pues…-balbuceó nuestro héroe con un dejo de amargura. El guardián promulgó una reverencia y se alejó, perdiéndose para siempre entre los árboles.

Las brisas lunares cedían ante el cantar de los habitantes de los árboles y las flautas se entremezclaban con los cantares compuestos hace ya mucho tiempo. Insectos de colores tan vivos como vírgenes minerales reposantes en los alveolos del planeta, dibujaban piruetas en el fulgor de la oscuridad. En efecto, la noche no moría dentro de esos extraños paisajes. Sólo el tenue claro de luna alimentaba la planicie con su plateado llanto, surcado por las auras del lugar.  La luz temía más y más penetrar por las pálidas copas arbóreas a medida que el terreno asciende hacia la falda de las montañas.

Una sensación de guía se apoderó del jinete. Sentía que su destino lo tironeaba hacia los abismos crepusculares del bosque, los lugares donde rara vez la oscuridad recuerda la luz. Dos débiles hilos de claros ríos dividían los últimos vestigios de bosque luminoso antes de llegar a las extensas zonas de penumbra. Su caballo relinchó con pena; no quería avanzar más. Comprendiendo el terror, pero entendiendo aun más que no podía correrse de su sendero, bajóse de su fiel compañero y continuó la marcha solo, sin tener idea de qué misterios iba a encontrar en la tiniebla.

V

¿Cuánto tiempo él había estado entre la sombra y la luz lunar? No lo podía calibrar, ni en sus cálculos más audaces. Lo peculiar de este bosque con respecto a otros que había visitado, era el inmenso hecho de los espejismos. En los días que permaneció por los senderos tibiamente iluminados, no hubo una sola cosa que se dilucidará de sus manos. Así fue adoptando distintos seres a su mente; recostado en un árbol, mirando una pequeña isla que recelaba un lago, no le sorprendió descubrir luces entre los arbolitos, no le sorprendió encontrar pequeños duendes merodeando entre las caídas hojas de otoño, así como con gracia recibió la visita de un rosado unicornio al despertar. De una vez y para siempre entendió que en otros lados, donde habita el humo y la sangre, los titiriteros se empeñan con desmedido afán en hacer creer que la mentira es la verdad y la verdad es la mentira, que la felicidad la traerá otra persona y que no somos más que el engranaje de una máquina enorme y humeante. ¿Será esa realidad tan poca cosa la que extrapoló al joven aventurero a estas tierras más allá de los mapas?
Su mente lo acosaba con preguntas, aunque lo que más lo perturbaba era el hecho de su memoria; con el pasar de los días (un día no tiene día allí, no tiene hora ni cálculo, el día se define con el sueño, con los intervalos entre un sueño y otro, auspiciados por la vigilia) olvidaba más y más los detalles de su primera vida. La memoria reciente también parecía afectada: desde su llegada al bosque, nunca más pudo recordar qué había soñado en su dormir anterior.

Los territorios de la penumbra eran más húmedos y silenciosos. En el preámbulo de la oscuridad casi total, no había encontrado más que un par de pequeñas hadas de verde luz merodeando en búsqueda de esperanzas que pudieran haberse caído del bolsillo de alguien al pasar. El explorador se despidió de lo conocido, de los amigables seres del bosque y se enmarcó en una difícil faena. Al principio, no pudo ver nada y debía caminar muy lentamente para no chocarse con esqueléticas ramas ni suspiros de otros viajeros, que se habían separado de sus dueños en otros tiempos. Poco a poco, sus papilas fueron adaptándose a la oscuridad, sus sentidos descubrieron árboles, hojas, piedras magmáticas, cuevas estrechas, pequeños charcos de agua, enormes aves ciegas que se alimentaban de ilusiones, flores de níveos pétalos, y otras muestras de la noche inextricable.
Las tinieblas tenían problemas para gobernar en toda la oscuridad. Existían pequeños claros donde lúgubres luces violetas se dejaban mostrar. Nadie sabe si es la Luna apiadándose de las ciegas ánimas o luces que nacen y mueren en los mismos espacios. Lo que sí pudo determinar nuestro joven, es que en esos claros no había nada, como si todos los seres hayan hecho un trato con el anciano bosque, y las luces no fuesen más que una pequeña tregua al juego.  

La búsqueda no daba frutos. Sólo oscuridad y halos de luz encontraba nuestro héroe. El hambre lo golpeaba, y el frío enlentecía cada vez más su caminar. Llevaba diez días en las tinieblas, perdido y sin rumbo, cuando la luna llena trajo a una noctívaga princesa a la noche.


 De rasgos élficos, su cara escondía una magia inconmensurable, como aquellas hechiceras cubiertas de blancos vestidos que poco se dejan ver en nuestra época. Su semblante era divertido y curioso; a veces, el aventurero la veía bailar entre ríos plateados y jardines de faroles apagados. Otras veces la descubría cantando débilmente a la noche y a la luna que desde los violáceos árboles no se podía ver. No le bastó mucho tiempo para comprender que ella también divagaba por el mundo buscando su cristal.
Escondido en la sombra, la veía caminar entre las flores y los frutos que caían de los árboles. Como si el encantamiento se hubiese desactivado, la tiniebla ya no era tan densa. Varias veces intentó gritarle, pero ella no lo oía y la angustia estrechaba fuertemente el alma de nuestro héroe. En vano le hablaba y la seguía, la princesa parecía ignorarlo hasta el día que lo vio. Tamaña fue la alegría de aquellos dos cansados corazones al encontrarse en la oscuridad del mundo. Intentaron acercarse, pero una extraña pared se cernió entre ambos. Era un límite infinito y gélido, construido por los artificios más inentendibles del mundo, el que ahora impedía el puente entre sus almas.

 A través de la pared, aprendieron a hablarse y a mirarse. Juntos pasaron días y noches, contándose historias, anécdotas, llorando, mirando a la luna, riéndose y acercando sus manos al muro que los separaba, para sentir el débil calor del otro. Y en sus tímidas sonrisas intentaban contarse más de lo que contaban con sus cuentos de invierno. Ambos sabían que el muro se podía romper, pero no se atrevían a hacerlo. La oscuridad había avanzado mucho y el frío dentro no los dejaba moverse tanto. En ratos de silencio, se imaginaban el uno al otro mirando la cósmica ruleta que se dibujaba entre las constelaciones, cuidándose bajo la noche, acariciando lentamente las frías mejillas del otro. Poco a poco, sus encuentros fueron la medida de su tiempo. Pero no sabían, y no podían entender. Creían que ambos habían gastado demasiado tiempo buscando al otro, y que ya no podía pasar más. Pero ahí, en la lóbrega tiniebla de tierras tan lejanas, ellos pretendían desafiar a la soledad, artífice de la humanidad. Ambos habían librado una cruzada contra ella hacía ya mucho tiempo. Podían no haber encontrado su cristal aún, pero entre los dos juntaban algo.

Sólo la providencia y nuestra imaginación saben que ha sido de ellos dos. Los rumores hablan de que un día, la magia que habitaba entre el aventurero y la princesa, destruyó por fin los perversos muros de ventisca. Otros dicen que la oscuridad los abatió y debieron seguir vagando por los confines del universo hasta encontrar su cristal, que -ellos no lo sabían- era el mismo. Nadie los ha vuelto a ver, pero eso no extraña: ellos eran, según los titiriteros, irreales.

Segunda Parte


Bitácora del Viajero.

“El Sol se digna a asomar débiles rayos de cruel resplandor pasados dos meses de oscuridad. He considerado varias veces la idea de escribir algo, la necesidad de expresar una historia que, de no ser contada, sería una mentira irremediable para todo aquel que se haya hecho con los hechos que preceden el comienzo de la Era de la Luna. Mi cabeza yació inerte mucho tiempo, deambulando por los confines del universo atroz que el hado ha traído. Mis manos inútiles sonreían mórbidamente ante mis ojos envueltos en lágrimas. No podían hacer nada, y se divertían ante mi desesperación. Necesito gritar mis penas, insultar al maltrecho mundo de desilusiones y llantos. Necesito escuchar mi voz y respirar ante tal abrumadora soledad.

El muro invisible. Ese muro por donde la élfica princesa de las tinieblas y yo dibujamos nuestro amor nunca escondió sus pérfidas intenciones. Fuimos nosotros-fui yo- los que confiamos inocentes, imbuidos por la colorida felicidad que podía rondar en la oscuridad. Noche tras noche explorábamos nuevas regiones de ese bosque adonde la luz casi no llegaba y el muro apenas nos separaba. He de admitir que hubo eufóricos momentos donde estrechábamos nuestras manos y yo podía sentir el calor de su cuerpo, podía percibir cada vértebra de su hermosa figura, podía oler la fragancia a vida que portaba. Descuidamos al muro y bailábamos el amor bajo la luz de tres lunas. Y era feliz… ¿por qué no confesarlo? Creo que ella también se dejaba invadir por la felicidad en esos instantes. De hecho, la idea de que así fue es la que hoy me mantiene vivo en este raquítico presente poblado de recuerdos. Entiéndanme ¡entiéndanme un poco! Recordar es el único pábulo que recibe mi descolorida alma en estos tiempos. 

Hace dos semanas me atreví a rodear las ruinas del antiguo poblado que yacía al margen del río. Allí viven esos incrédulos, como si nada hubiese pasado. Viven felices y es esa felicidad ajena y egoísta la que me hace odiarlos. ¿Cómo pueden ser felices cuando el mundo se fue al diablo? Comen cenizas de flores y se ríen y aman con algunos de sus compatriotas putrefactos por la corrupción de la muerte. ¡Profesan el amor con cadáveres y ríen, pasean con esos cuerpos que ni gozan de estar embalsamados y ríen! Si pudiera los mataría. Los ahorcaría uno por uno, narrándoles con sádico detalle cómo el mundo abrió las mismas puertas del infierno y ellos, estúpidos, prosiguen como si nada hubiese pasado.

Para volver a mi refugio debo guardar mucho cuidado. Los nigromantes han puesto centinelas por todos los bosques. Y cuando burlo la vigilancia de esas horribles criaturas, debo reparar en no entrometerme con los macabros espíritus que rondan el mundo. Están malditos y no tienen piedad, como no la tuvieron con ellos. A veces me pregunto si el mundo siempre fue así, inundado de sombras, y yo no lo vi, hipnotizado por la búsqueda de mi purpúreo cristal y luego por los azules colores de la princesa. Realidad y fantasía han pasado por mis ojos y no me importó diferenciarlos. Hoy ya no existe la fantasía ni la realidad, sólo el espanto de este mundo nublado de colores, poblado de osamentas y elegías.

¿Y qué es lo que se puede hacer cuando la soledad invade cada uno de tus glóbulos, cuando dejas de creer, cuando te abruma la noche pero el día te resulta insoportable? ¿Qué puedes hacer, cuando la esperanza se escondió atrás de un espejismo, cuando un recuerdo alegre te desgarra las túnicas del corazón? ¿Qué podrías hacer cuando la resistencia se cae a pedazos y sólo puedes respirar la asfixia de la angustia?Sólo se puede mirar a las rocas y a la niebla.

Tomábamos nuestras manos a través del muro y nos mirábamos, conmovidos en el abismo de las galaxias ante el espectáculo del amor. La solemnidad de la noche se teñía de colores y músicas estrafalarias e inmortales. Los unicornios y centauros acudían no inusualmente al espectáculo de nuestro invierno. Telepáticamente nos escudriñábamos; hablábamos sin hablar y cada uno sabía que era lo que decía el otro. Nuestros ojos no ocultaban secretos –o eso es lo que yo creía. Habíamos descubierto que el muro poseía siete cerraduras de hierro que sólo accedían ante el conjuro correcto. Con esfuerzo y tiempo, encontramos lenguas imposibles en donde yacían olvidados esos conjuros (y claro, pocos carecían de cristales como para enfrentar el hechizo del muro). Corrimos cuesta arriba, hacia el último sello. El último y más poderoso. Fue en ese instante cuando el muro nos tomo por sorpresa y desprendió todo su poder.

Tercera Parte
Sinfonías del Fin del Mundo
Requiem Inconcluso

Introitus
Corrieron colina arriba con la imposible esperanza de su redención. Alzábase la última cerradura de hierro en la cúspide del cerro. Mientras corrían, unían sus existencias arrastrando sus manos de uno y otro lugar de la fina pared de cristal. Una liviana bruma ocultaba sus rostros, envolviéndolos en un universo distante del anónimo mundo de los demás transeúntes del mismo. En medio de la épica maratón, la princesa cayó en un atasco de oscuridad para no levantarse nunca. El viajero, ingenuo, notó su caída mas prosiguió su marcha con la convencida esperanza de que la princesa lo alcanzaría. El muro estalló en mil pedazos y los artificios más terribles se desataron sobre ellos. 

Kyrie eleison 

Un torbellino de oscuridad golpeó violentamente a nuestro héroe. El torbellino tomó forma corpórea, dibujándose como un lánguido ser de los abismos inimaginables. Envolvió a la princesa con sus miedos y recuerdos, aquellos que habían sido expulsados por la magia blanca que conjuraban los amantes. Ella gritó y pidió auxilio en la noche más oscura, donde nadie podría oírla. Gritó mientras el terrible ser la infectaba y violaba las más profundas calmas de su mente. Lloró con un pánico que hubiese desesperado hasta al hombre más frío jamás concebido. Reíase con ahínco el Príncipe del Terror mientras atrapaba sus sueños y los pudría con dolor y odio. Su risa ofuscaba los aullidos de la princesa. El viajero se levantó y miró con asombro la pálida escena. Cuando se hubo puesto de pie corrió hacia ella, sin saber que ya no podía alcanzarla. Una niebla negra como el manto del Príncipe lo relega a la eterna lejanía. Luchó con todo el poder de su ser contra las tinieblas. El demoníaco ser, orgásmicamente complacido, hizo un ademán con su mano; el explorador podía pasar. Ante sus cansados ojos, apareció el espectáculo fatal. Con horror, volvió a ver por última vez a la princesa. Su cara, o lo que en un pasado remoto había sido su cara, había perdido la inocente belleza y su irradiante color. Buscó en sus ojos una esperanza, buscó el almendrado color que la ataba a ella misma, pero sólo vio dos ojos plenamente blancos. La blancura exacta de la muerte.
Ya es hora, dijo el Príncipe en sus lenguajes apócrifos.  Sin entender lo qué significaban sus palabras, el aventurero cayó presa de la maldición. Sonaron las orquestas del infierno entonando la Sinfonía del Fin, el repertorio inamovible y perfecto, el preámbulo a la agonía. El viajero, sus ropas desgarradas, su cara abatida por la fatiga, se enamoró de esos ojos sin alma aferrándose a la negación de la muerte. Se abrazó con una sombra, con la mental creación de algo que no había  y descendió hacia las catacumbas.

Sequentia

Caigo y sigo cayendo en las entrañas de la noche, en la lóbrega sombra de la muerte. Se alzan ante mí los paisajes del averno, las torres donde perece la esperanza, los días sin estrellas, la noche de las noches. Una pesada capa de vacío aplasta todos mis sentidos; un dejado canto de destrucción comprime cada centímetro de mi desdichado ser. No me encuentro; no tengo sombra ni luz, sólo soy el recuerdo de una imagen atrapada en la angustia de lo que no fue ni será.  Soy el feto desangrado de ese paraíso abortado del vientre de mil esperanzas violetas y azules. Soy la plenitud del hombre, la soledad incólume que se arrastra entre las cenizas de volcánicos parajes. ¿Quién soy? No lo sé, ¿cómo saberlo? Todo es mentira. Después de todo, ¿cómo vivir sin engaños, sin la fantástica atribución de engaños constantes en cada cosa y en cada ser?


-El cielo azul, la sociedad, cosas hermosas, cosas horribles. El día con nubes protege. El Sol desnudo en el cielo nos deja descubiertos ante el mundo. Quiero cubrirme, necesito abrigo.
-Tienes mucho miedo. Has creado una coraza de hielo para protegerte donde no hay protección.
-¿Y de qué sirve la protección cuando tienes que proteger algo inseguro e infeliz?

Ofertorium

Veo en el castillo abandonado las exequias de un rey anunciado como el Redentor. Las profecías se habían equivocado. La procesión avanza, marcha y entona el dolor del canto fúnebre. Qué alegría me da la muerte, la difícil contracción de dolor de los príncipes y los obispos del fin del mundo. ¡Sufran, sufran, la vida es sufrimiento, cumplan el único honesto deber! La felicidad no existe. No, son segundos de mentira, son segundos de éxtasis sagrado de alas de algodón que se disipan en la altura más alta para caer furiosamente hacia los más escarpados terrenos. Llevan el féretro los infelices vestidos de negro. Lo llevan a los abismos de la tierra, donde moran las criaturas infaustas que este mundo prefiere no ver. A lo lejos diviso el nombre del rey prohibido. Es mi nombre.

Tres viudas ofrecen flores marchitas en la cripta del Demonio. Sacrifican, como es costumbre, a una virgen en los altares negros. El cielo desfallece en la necrópolis sin nombre. Ellas no deben esperar demasiado; aparece, proveniente de las profundidades del Este, el Guardián.  Camina con pasos lentos y terribles que retumban en todo ese teatro del silencio. Su labor es simple, verificar el sacrificio debido y dar comienzo a los rituales. Lee, en el dialecto arcaico de los nacidos antes del sol, los párrafos correspondidos y se va. Resplandece ante el crepúsculo, sin sangre pero con mucha muerte, el cadáver de la princesa inmaculada. Su cara no descansa en paz.

 VII
El poder de la muerte
Largo tiempo permaneció desmayado el aventurero en las rocosas cámaras de la Catacumba. El cansancio lo abatió por largas horas de ensueño. Nefastos sueños acudieron en su tétrico dormir. Despertó buscando una realidad ilusoria, como si todo eso hubiera sido un sueño. Contemplo la inmensidad de la ciega recámara. Compuesta de enormes columnas de granito y paredes refinadamente esculpidas, el sitio era digno de ser un palacio antiguo. Yacía en los albores del vacío, inmaculada como si nadie jamás la hubiese habitado. En el medio de la recámara lo esperaba el Soberano. Alto y espeluznante, con una apariencia que seguramente cambiaría a gusto, se imponía el Monarca de las Sombras, sin trono ni cetro (cantan las historias antiguas que no necesita ornamentación ni armadura aquel que dispone de toda fuerza y todo poder). Mas su apariencia terrible no amedrentó al viajero, quién enfrentó con su mirada al tirano. Penetró en sus ojos negros y su dolor fue agónico.

Se desintegro en miles de mantos oscuros que oprimían cada átomo de su composición. Cayó en un piso sin consistencia y se arrastró, ciego, por entre capullos viscosos que nunca darían nueva vida. Pensó en su amada, su vida entera, en todos sus recuerdos y su felicidad, que se cristalizaba en forma de punzantes varas de hielo. Su vida llena de miedos y resignaciones, fracasos y espanto. Por fin había encontrado la alegría, su propio cristal púrpura. Había soportado la befa de sus iguales, la incomprensión de sus consejeros. Estaba solo, siempre estuvo solo. Necesitaba contención, quería volver al estado embrionario, alejarse de un mundo que le ofrecía alegrías a la gente y a él, detrás de muros de hielo, la visión de risas ajenas alejarse. Por fin, en los confines de la oscuridad, había encontrado a su único par en el mundo. La única princesa de su raza del miedo. Ambos conjuraban el bálsamo de la abrumada alma del otro. Susurraban idiomas distintos y lograban una comunión de entendimiento muy superior a la de los mortales que creen en pequeños y contados colores. No creo que alguna vez hayan hablado con sonidos.



Se veía a sí mismo en un cementerio. La lluvia no cesaba y el barro sepulcral tenía un aspecto nauseabundo. Quiso vomitar pero no pudo. Tardó mucho en darse cuenta que sus manos excavaban sin parar. Un anciano emergió de entre los pasillos fantasmales y le dijo
-Ten un poco de respeto, hijo. Estás escarbando entre los muertos. ¡Entiéndelo, están todos muertos! ¡Muertos, muertos, muertos! Inertes para siempre. Este lugar, otrora paraíso, hoy es un cementerio lleno de sangre y cenizas. ¿Es que acaso no puedes entender a la muerte en su manto de oscuridad cuando la ves a los ojos? No busques más, no pienses más ¿De qué sirve aullar en la noche? Párate y busca tu rumbo, o estáncate para siempre en la tierra de la corrupción y los gusanos. Eso sí, una vez adentro, es muy difícil salir de la fango. Supongo que podrás elegir, todavía estás a tiempo...

Una tristeza horrible estaba en él.




-¿Quién eres?
- Yo
- ¿Quién eres?
- Yo
- ¿Quién eres?
-¿Yo?
-¿Qué buscas en este recinto?
-Tú me has traído.
-No, tú has venido por tu cuenta. Siempre has buscado este lugar y ahora estás aquí. ¿Qué buscas?
-¿Quién eres?
-El Soberano sin tiempo. Soy el vacío que ha marcado al primer hombre y a su estirpe. Soy ese hueco que ustedes intentan llenar inútilmente a través de toda su vida. Soy la Soledad, la creadora del llanto y del amor, la pieza necesaria para el arte, la tonalidad de la vida y la muerte. Pocos llegan hasta aquí, sólo aquellos elegidos para vagar buscando su cristal púrpura. Tu destino siempre fue venir adonde perteneces, aquí. Tú eres otro príncipe de la oscuridad y tu camino no permite esas ilusiones totales que poseen los simples mortales. No, debes ver lo que nadie quiere ver. El horror te seduce, la muerte te causa felicidad. Quítate esa ridícula mirada de duelo. Sólo se ha muerto un impostor y una embaucadora. ¿No te gusta esta función? Pues no puedes bajarte. No lo permito. Llegas tarde.
”Te esperábamos aquí hace varios meses. Mis heraldos me informaron de tu demora y su causa. Habías caído en el espejismo del amor. No podía permitirlo, ¿Cómo uno de mis elegidos iba a caer en los engaños de la plebe? Pero me atrajo la sensación de ese cuadro. Planeé con cuidado tu castigo. La trama carecía de dificultad; tan sólo tenía que darte algo más de tiempo. Así fue como tu alegría fue en aumento, como tus ojos iban perdiendo visibilidad. Llegado un momento, no pude soportarlo. Verás, el dichoso amor es una batalla declarada contra mí. No se daña mi integridad, sino mi orgullo. No pude esperar más y les deslicé los libros con los conjuros. ¡Deberías haber visto las caras que resultaban cada vez que abrían un sello!-largó una carcajada espectral-Ya faltaba poco. ¿Quieres saber qué hubiese pasado si hubieran destruido el último sello? Ella habría muerto. La humanidad ha esperado ingenuamente mi derrota. Pero si yo muriera, ellos no podrían existir. Porque ellos me han creado a mí, su creador. Soy su universo, su obligatoria frecuencia. Vivirían en un punto congelado y serían eternos. No lo notarían, no sentirían nada. ¿Comprendes? El mundo se mueve por terror a la soledad. Tú, que has escuchado La Palabra, ya no podrás ignorar la verdad. Como no dejas de ser humano, conservarás una imborrable porción de esperanza ingenua. Pero no podrás amar.
Dirigiéndose a unos pequeños seres escamosos, ordenó
-Traigan a la prisionera

Desde la oscuridad, retumbando el sonido de cadenas arrastradas por los adoquines de piedra, apareció desgranada la princesa. Colmando todo el horror que podía aguantar el cuerpo del viajero, una punzada aguda se instaló en su pecho; ella sacó de su bolsillo una gema apenas distinguible. A medida que sus ojos se adaptaron a esa forma en la oscuridad, lo descubrió: la princesa llevaba ahora un purpúreo cristal. Menos lo destruyó por siempre el discurso que el hallazgo de la doncella. La vida era muy atroz. Por primera vez en su vida rompió a llorar y liberó la fatiga de sus años de soledad.

Se sentía asfixiado y no podía escapar. Descendía a las profundidades de ríos congelados, no había una sola hendidura por la que pudiera escapar. La oscuridad era demasiada y pensó por un momento que no quedaban rastros de vida en él. Extrañaba terriblemente las caricias de la doncella. En su mundo asesinado, cualquier cosa le remitía a sus días felices. ¡Ah, de la noche, la misma noche en donde reíamos con las cosas más absurdas! ¡Ah, de la música, música que cantábamos mientras danzábamos y nos escondíamos jugando a quién encontraría primero a quién! ¡Ay, almita mía, dónde estás ahora! ¿No quieres venir a jugar un rato? Parece que el mundo está destruido, eso creo, pero qué importa. ¿No eres tú esa sombra que pasa por los bosques? ¿No eres tú visitándome? No, no hay nada. No vas a volver, amor mío. Ni tu ni tu contención maternal. He perdido la magia, ¿sabes? Me siento indiferente al mundo, excepto de noche, donde un torbellino de soledad me sacude el corazón. Vivo de recuerdos y me refugio en tu imagen para no escuchar la limosna de caras ajenas, con esos alivios inservibles en esta tormenta. Estoy pescando en un lago arremolinado, no estoy buscando nada, lo sé. ¡Qué tragedia, tragedia, vida mía! ¿Qué es este mundo que me has dejado?
¡Llévame!-gritó con todas sus fuerzas-¡Llévame adonde has ido!


Era extraño, comentaban los moradores cercanos a los márgenes del río, ver al aventurero caminando sin rumbo, bordeando la ribera con una daga ensangrentada en una mano, y un blanco vestido empañado de sangre en la otra.


-Egoísmo, la muerte ajena se toma con egoísmo
-Es normal el egoísmo en seres incompletos. Buscan completarse en otra persona. Buscan la complementariedad porque son frágiles, son débiles. Han creado reinos e imperios para refugiar su dolor en magnánimas proezas. Buscan el poder total.
-No tiene sentido
- Crear sentido sobre el sin sentido es un absurdo que ha justificado el orden social.
-Me alimento del dolor, saboreo la destrucción. Me han dicho que eso está mal, pero me es indiferente. Después de todo, quienes dicen qué está mal y qué está bien han condenado al mundo a su perdición.
-Buscas redención en el sufrimiento ajeno, como si ellos pudieran integrar tu estirpe de almas en pena y aliviar tu soledad ¿Verdad? Temes el rechazo y crees que odiando, te adelantarás a su seguro rechazo. Te desespera.
-No quiero vivir más.
-Oh, pero no vas a dejar de hacerlo. La curiosidad y la esperanza te superan. Amas a la noche pero la odias, amas la muerte pero le temes. Ven, sígueme.

  La sinfonía del fin del mundo llegaba a su fin. Se preparaba el último movimiento.

El incendio arrasó con bosques y praderas. La Caballería del Cielo sin Sol se encargó de degollar a la mayoría de las personas. El horror había sido esparcido por todo el orbe. Eso veía nuestro jinete sin cristal. El Soberano lo había desterrado de sus aposentos y era ahora su deber marchar por los suelos profanos buscando su razón y su sentido. Su cabeza cuestionaba todo. Todo lo que le habían dicho sus padres era un incierto. Bien y mal, definiciones meramente humanas. La ciencia de los humanos, otro bien exclusivo de su raza. Desde niño habían jugado con él, depositando creencias inciertas y miedos rencorosos. Por primera vez se decidía a cambiar su paradigma. Ya era hora.

Por primera vez en mucho tiempo, esbozó una sonrisa. Quizás la princesa estuviera muerta, quizás lo odiara, pero su vida no era ella. Su vida no era esa esperanza. Todo cambia-reflexionó-y si el mundo se marchita, es para florecer otra vez.

Miró los nevados paisajes fuera de su refugio. Los fantasmas se marchaban.
-Cuánta belleza trae el invierno-pensó, tomando sus pertenencias- Es hora de romper mi yo para ser yo. Volveré a mis tierras y cultivaré. O viviré con los hombres al margen del río. Lo decidiré sobre la marcha.

Tomó el camino largo pero señalizado del bosque para no extraviarse. Las gentes huían despavoridas cuando lo veían pasar con su famélico aspecto. Al viajero no le importaba. Él guardaba esperanzas ahora. Esperaba una vida nueva, esperaba estar vivo. Cuentan los más ancianos de las aldeas que en una noche estrellada, su amada doncella inmaculada lo invitó a viajar con ella y nadie los pudo volver a ver por el resto de las edades.

Matías Alvarez
Primera parte (19 de Mayo del 2012)
Segunda y tercera parte (26 de marzo del 2013)