Hay, Horacio, cosas en el cielo y en la tierra que tu filosofía no puede comprender.
Hamlet
Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimbatul, ash Nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul

domingo, 5 de marzo de 2017

Der Wolff

“Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.”
Jorge Luis Borges, La Muerte y la Brújula


George tocó dos veces la puerta al llegar al tercer piso, como era costumbre. Sus manos, inquietas, jugueteaban con el agarre de un paquete de cervezas. En su largo sobretodo gris se acobijaba una bolsa con bizcochos, mera cortesía para sus hospedadores inmediatos.
Philip salió a su encuentro abriendo la puerta con desgano. Cruzaron unas miradas y el joven lo hizo pasar. Las sábanas desparramadas en el living, los restos nauseabundos de comida en el comedor y el olor a encierro confirmaron sus sospechas; como quien necesita expresar con palabras lo evidente, Philip le comentó que Stanley, su padre, seguía de viaje.
La tragedia había rondado esa casa desde hacía años; Eva había muerto de cáncer luego de una prolongada agonía. Su partida fue fatal para Stan. Los horrores vividos en la guerra no se comparaban con este nuevo y repentino dolor que lo azotaba. Paulatinamente, las botellas de ron se dejaron ver a plena luz del día; solía regresar a altas horas de la noche con un fuerte olor a cigarrillo y, cuando no, las ropas desgarradas en algún accidente. No pasó mucho tiempo hasta que lo citaron desde la Agencia: un agente como él, en ese estado, necesitaba una licencia.
George lo visitaba cada vez que su trabajo se lo permitía. Dejó los dulces en la mesa del comedor e incitó a Philip a comer un poco, algo harto necesario para el joven que presentaba un aspecto esquelético. Se detuvo unos segundos a observar al chico. Tenía unas ojeras innecesariamente grandes para su edad; la palidez y el abandono poblaban su lánguido cuerpo. No debía tener más de diecisiete años, pensó, pero sobre él caía la responsabilidad de valerse por sí mismo. La radio irrumpió los pensamientos de George. Ya eran las cuatro.
“I am just a poor boy though my story's seldom told, I have squandered my resistance for a pocket full of mumbles, such are promises”
Sonaba Simon & Garfunkel y George se figuró la indignación del viejo Stan si descubriera a su hijo escuchando ese tipo de música. Philip le pidió autorización para abrir una cerveza; el amigo de su padre accedió. Sería un secreto entre ellos dos. Hubiese sido mejor que su padre apareciese allí. Una reprimenda a su hijo era, quizás, mejor que la desolación y la incertidumbre. Philip dijo que hacía dos semanas que no llamaba y luego comenzó a hablar de lo difícil que se estaba poniendo el último año del colegio.
“Laying low, seeking out the poorer quarters where the ragged people go looking for the places only they would know.”
George respondía distraídamente, mirando su reloj. Faltaba un minuto y había que moverse rápido. Se excusó alegando que iría al baño. Cruzó el departamento, sorteando las sillas y las cajas esparcidas por doquier. La biblioteca, atiborrada de libros, guardaba un enigma, mas él sabía exactamente dónde buscar. Tomó las obras completas de Poe y examinó con sus dedos las primeras hojas, buscando diferencia alguna en el relieve del papel.
Stanley podría haberse convertido en un viejo alcohólico, pero en sus buenos tiempos fue un hombre instruído. Idealista, consideraba un privilegio enaltecer la belleza en medio de la miseria diaria. La Patria, sus valores y la familia eran los pilares incorruptibles de su generación. La literatura y el arte en general, decía en consonancia con las corrientes de su juventud, están presentes en cada acto cotidiano, en cada fugaz momento de iluminación que alumbrara al hombre que, en su pesar, puede entramarse entre el sueño y la vigilia para descubrir visiones, atisbos temporales de un mundo perdido, acaso oculto en la brisa otoñal que acariciaba las coloridas copas de los árboles, en un niño corriendo por primera vez a la vista de su madre o, incluso, en esa casa azotada por la muerte y la locura.
No le llevó mucho encontrar las anotaciones; bastó que sus dedos rozaran las páginas de La Isla del Hada. Ocultó la hoja en su bolsillo y se dirigió al comedor de vuelta.
“Then I'm laying out my winter clothes and wishing I was gone -going home- where the New York City winters aren't bleeding me”
Sus cálculos eran correctos: Philip pataleaba espasmódicamente en el piso, como un insecto dado vuelta que lucha por su vida. George se detuvo a mirarlo con frialdad, mientras palpaba su sobretodo. La Nagant M1895 seguía allí. Trató de no cuestionar su decisión. La duda trae la reflexión, y la reflexión trae consigo la melancolía. No podía permitir que eso pasara. George, o bien Oleg Sergéevich Volkov, capitán en funciones del Primer Directorio del Comité para la seguridad del Estado de la Unión Soviética, había sido entrenado para cumplir su deber. El último suspiro de Philip, precedido por una mirada de desesperación, como aquel marinero que es arrastrado hacia el fondo del océano para perderse para siempre en las tinieblas del abismo, lo estremeció. Vio en el cadáver del joven el crimen de lo inconcebible, la muerte, aquella lúgubre compañera de viaje que todo hace irreversible. Conocía esa mirada: los ojos blancos, despojados de vida; dentro de ellos toda vivencia, las risas y los llantos, la contemplación en los viajes, el significado particular atribuido a cada objeto, la poesía en cada anécdota, todo anulado para siempre. La mera idea del infinito lo había atormentado desde que tenía recuerdo.
Volvió en sí con rapidez. Había que irse antes de que fuera tarde. Subió el volumen de la radio. No alcanzó a voltearse cuando dos fuertes manos se asieron sobre él. Su entrenamiento y su determinación estaban mermados ante el agotamiento de su ser.
“In his anger and his shame ’I am leaving, I am leaving’ but the fighter still remains”.
Con los ojos vidriosos alcanzó a ver a Stanley. Sus sentidos se desvanecían y no pudo saber si el militar había estado tomando. Ojalá no -llegó a pensar- sería menos avergonzante.
“Lie la lie, lie la la la lie lie”
Un minuto tardó Charles, el músico de al lado, en llegar, alertado por el disparo. Creyó previsible la situación; Philip y George ahorcados por Stanley y éste yaciendo con sus ojos mirando a la eternidad con un disparo en la sien. Antes de avisar, en vano, a la policía, bajó el volumen de la radio.
“Lie la lie, lie la la la la lie la la lie”

Saitam Zeravla, Crónicas sobre la infiltración rusa en los Estados Unidos de los ‘60, 1987.


Matías Alvarez (05/03/2017)