Hay, Horacio, cosas en el cielo y en la tierra que tu filosofía no puede comprender.
Hamlet
Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimbatul, ash Nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul

martes, 4 de junio de 2013

Horror humano

El monstruo que pedía amor a gritos desde el centro del mundo

Se dejó caer en la más honda oscuridad. Ya nada importaba mucho. Sólo Piazzolla y su bandoneón. Tristeza era la canción. No se molestó en mirar alrededor, sabía que los mellizos estaban muertos, con sus ojos desorbitados mirando a la espeluznante eternidad. Muriendo y muriendo, así vivía la gente ¿Por qué tanto miedo a la muerte? Llegó a sentir que la soledad lo asfixiaba, una nube tóxica de noche se asió sobre él. Quiso gritar, quiso emplear la fuerza máxima de su ser para pedir ayuda; un nudo en la garganta le impidió pronunciar nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas, en la penumbra del cuarto sin luz. Si recordaba sus breves y extintos momentos de felicidad, sólo lo hacía para acentuar la llaga ponzoñosa que tenía en el pecho. Lo habían marcado, desde pequeño.
Cerró los ojos y se dejó llevar por esa vaga idea que había llegado inexplicablemente a su mente; los funerales del rey del fin del mundo. Veía ambulatorios rostros de pena rodeando el féretro. Nadie lloraba, ni siquiera hablaban. Los condes se limitaban a observar al difunto en el hipnótico acto de la descomposición de su nauseabunda piel. A medida que el cadáver se tornaba más irreconocible, un tímido brillo aumentaba en los casi inexpresivos ojos de los señores. Eran las exequias en el negro páramo, allí donde el sol no se atreve a salir y densas nubes volcánicas cubren el país. 
Abrió los ojos. Le molestó el olor que emanaban los cuerpos de los mellizos, sus hermanos. Los miró distraidamente, intentando recordar quiénes eran. Quién era él. Se acercó a gatas, tanteando en la oscuridad. Llegó a ellos y los acarició, como quién hace algo sólo por creer que es lo que se debe hacer. El aroma lo mareaba. Fatigado, cerró los ojos otra vez. Ante sus elucubraciones, se dilucidaron las siluetas de los condes. Estaban devorando al cadáver, con delicada bestialidad. Algunos pocos parecían imbuidos en un éxtasis dionisíaco. Se desvistieron y violaron al cadáver, o lo que quedaba de él. Los dominaba un frenesí incontrolable, un mórbido placer como si estuvieran ejecutando una esperada venganza. Eran los únicos sonidos que se escuchaban en el páramo, aparte del constante viento sacudiendo las cenizas magmáticas. 
Volvió a abrir los ojos. Se dio cuenta que los condes exacerbados eran una representación de él. Miró a su hermana y a su hermano, muertos y ultrajados. Lejos de sentir asco, más por curiosidad que por otra cosa, hundió los dedos en las mejillas del hermano mayor. Se dejó llevar por una rabia feroz, quizás la que lo había impulsado a asesinar por primera vez en su vida. Destrozó a golpes los cuerpos y se llevó trozos de piel arrancados a su cuerpo, intentando pegárselos o algo semejante. Luego, se sentó, desorientado. Ya no sabía que hacer. Chapoteó los pequeños charcos de sangre que salían del vientre de su hermana. Tomó al pequeño no nacido. Con ternura, le cantó canciones de cuna que recordaba de su niñez. "Así no te estarás tan solo" le susurró, besando lo que sería su rostro. A él lo habían dejado solo. Poco a poco, como actores que se descubren en una larga función. Desde su dulce niñez, le habían enseñado la represión de la carne y el deber. Cuando llegó el momento, lo abandonaron a su suerte, dejándolo largas y largas horas en silenciosa soledad. Nunca pudo deshacerse de las ataduras que le habían dado en su niñez. No podía, una fuerza invisible y poderosa-excesivamente poderosa- lo ataba a la imposibilidad de hacer las cosas que hacían los adolescentes de su edad. Jamás pudo manifestar su amor. Intentó de todas las maneras posibles, pero el poder antiguo lo subyugaba. Veía al mundo sumirse en la felicidad común, mientras él miraba todo desde una colina lejana, vidriada por el muro más inquebrantable. Creyó que encontraría gente de su lado del muro, pero no eran más que ilusiones, como minas antipersona que explotan ante el inocente paso de cualquiera. Terminaron de soltarle los últimos lazos de contención; el debía superar esos poderes que a gritos había dicho que no podía vencer. No sin ayuda. Pero nadie lo ayudó; era la máxima universal el no ayudar. Enloqueció y se recluyó en su cuarto, en el laberinto sin solución de Asterión. Asistentes sociales le dejaban comida y lo examinaban, sin importarles su terrible dolor. Ya no lo podía ocultar más en esas sonrisas ridículas pero convencionales. Tampoco podía gritar, ni llorar. Estaba asfixiado por los cristales de hielo enterrados en su cuerpo. Sus hermanos cometieron el peor error; lo visitaron, cuando no había custodia. Él, dejándose llevar por su enorme imaginación, era eso, el ángel de la oscuridad, el rey del fin del mundo, el director de la sinfonía del apocalipsis. No hay consuelo para él. Tampoco para ellos. Tampoco para el mundo, que intenta arreglar la ceguera con anteojos de sol.

Matías Alvarez (3/6/2013)