Hay, Horacio, cosas en el cielo y en la tierra que tu filosofía no puede comprender.
Hamlet
Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimbatul, ash Nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul

jueves, 28 de febrero de 2013

Fontanarrosa

"—Y algo más –Pedro no quiso dejar las cosas así–. Algo fundamental que nos convenció de alejarnos de los temas medulares… –paró el auto–. Vos habrás leído los aportes de Platón, Aristóteles, Sócrates, Demóstenes, los grandes pensadores…

—Sí.

—Mirá el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá de qué carajo sirvió todo eso que se les ocurrió.

El Flaco se quedó mirando hacia afuera a través del parabrisas, tomado de la manija interna de la puerta."



Fragmento de "Observación sobre las Narigonas" 

martes, 12 de febrero de 2013

Claro de Luna


Es indispensable leerlo con https://youtu.be/W2N5iyQuFWI?t=14s de fondo

Arremete el viento por ese ventanal antiguo. Cinco velas iluminan el cuarto, oscuro, apagado y desahuciado. Hace rato que Friederich no sale de su casa; sus manos toman una palidez cadaverica, sus ojos se agrietan, su pelo pierde mucho brillo. Sólo hace una cosa, acomoda su silla frente al enorme piano, lo mira. Lo desea, como si un músico no deseara a la música y sólo él estuviera imbuído de ese mágico don.

La escasa luz le impide ver muchas cosas, mas Friederich no se altera; la gente de por sí está ciega. Lentamente estira los dedos, saborea las notas y ellas comienzan a contarle sus vivencias, sus historias. Interpreta el Claro de Luna de Beethoven. Una y otra vez. Hay tanta melancolía y tanto dolor en la música que él se reconforta, encontrar tristeza y soledad afuera lo hace sentirse menos solo. Una soledad que es de todos pero es de él, sólo de él. El mundo no existe. Tantas cicatrices le ha dejado el mundo, tanta existencia tiene cargada en las heridas impresas en sus ojos, sus ojos una lágrima en caída al vacío.

Entra una mujer de su edad, lo mira con una ternura perdida e intenta buscar una reacción en él, un mero reflejo de vida real. Friederich no responde; acaso detecta la presencia de otra persona, no le afecta.
"¡Basta de soledad!" le grita, furiosa, al borde del llanto. "Se está tan solo entre los hombres" dice él distraídamente, evocando a Saint-Exupéry. Hace rato que la soledad triunfó y que toda defensa contra ella, llámese amor, ha muerto en los escombros de la ilusión. La mujer se desquicia y golpea al piano, una, dos, tres, cuatro veces. ¿Cuántas veces ya ha tocado la sonata de Beethoven, el joven Friederich? No lo sabe, y de a ratos piensa que es una extraña maldición que lo impulsa en ese torbellino de sin sentidos universales. Pero no, es un consuelo, el único en este mundo. La oscuridad, Beethoven y sus pequeñas mitologías, los mundos de sus libros, el amor que solo vive cuando se sienta a mirar el bosque por tantas horas. La sangre erupciona desde las venas de la pálida mujer. Un golpe malo, acaso, una filosa arista. Y sigue Ludwing van Beethoven con el desquicio de miles de años de soledad, con el mito irrefutable de que toda persona necesita dejar de estar sola. Pensó, alguna vez en sus cavilaciones, si todo eso no sería la gran estafa de estos milenios. ¿Acaso las palabras que evocan sentimientos están todas equivocadas, acaso los sentimientos son imposibles de pronunciar, de pensar, sólo posibles de sentir, acaso el amor no existe, acaso la felicidad es un mero consuelo en este mundo que es hostil por el único hecho de exacerbar momentos felices, a los cuales nos abrazamos inutilmente, pero con fervor y pasión? ¿Acaso, por último y por principio, la locura era el único estado de iluminación, como si un claro de luna iluminara brillante al hombre en su inédito momento de decencia? ¿Se puede escuchar la nítida voz de lo propio, entre el murmullo de las mitologías de la sociedad? ¿Adónde nos lleva esta absurda tragedia de amantes incorrectos y amados ficticios, de preocupaciones innecesarias y sin sentidos que buscan su imposible sentido?
Y sigue la sonata.



Los servicios policiales entran al cuarto y lo ven, lo observan y no pueden hacer nada; están conmovidos por ese retrato vivo o congelado ad infinitum. Quizás ese Friederich repitiendose eternamente en su mundo de marfil es lo que fue, lo que es y será. Quizás es el único digno de conservar su nombre, quizás él haya advertido que hay una mujer desangrada en el suelo, que su familia yace petrificada por la ausencia del mundo en otras cámaras de la mansión. Arremete el viento por ese ventanal antiguo. Entra triunfante y desvanece las cinco velas que iluminan el cuarto. No hay diferencia alguna.

Máthored (Noviembre del 2012)