Hay, Horacio, cosas en el cielo y en la tierra que tu filosofía no puede comprender.
Hamlet
Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimbatul, ash Nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul

domingo, 5 de marzo de 2017

Der Wolff

“Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.”
Jorge Luis Borges, La Muerte y la Brújula


George tocó dos veces la puerta al llegar al tercer piso, como era costumbre. Sus manos, inquietas, jugueteaban con el agarre de un paquete de cervezas. En su largo sobretodo gris se acobijaba una bolsa con bizcochos, mera cortesía para sus hospedadores inmediatos.
Philip salió a su encuentro abriendo la puerta con desgano. Cruzaron unas miradas y el joven lo hizo pasar. Las sábanas desparramadas en el living, los restos nauseabundos de comida en el comedor y el olor a encierro confirmaron sus sospechas; como quien necesita expresar con palabras lo evidente, Philip le comentó que Stanley, su padre, seguía de viaje.
La tragedia había rondado esa casa desde hacía años; Eva había muerto de cáncer luego de una prolongada agonía. Su partida fue fatal para Stan. Los horrores vividos en la guerra no se comparaban con este nuevo y repentino dolor que lo azotaba. Paulatinamente, las botellas de ron se dejaron ver a plena luz del día; solía regresar a altas horas de la noche con un fuerte olor a cigarrillo y, cuando no, las ropas desgarradas en algún accidente. No pasó mucho tiempo hasta que lo citaron desde la Agencia: un agente como él, en ese estado, necesitaba una licencia.
George lo visitaba cada vez que su trabajo se lo permitía. Dejó los dulces en la mesa del comedor e incitó a Philip a comer un poco, algo harto necesario para el joven que presentaba un aspecto esquelético. Se detuvo unos segundos a observar al chico. Tenía unas ojeras innecesariamente grandes para su edad; la palidez y el abandono poblaban su lánguido cuerpo. No debía tener más de diecisiete años, pensó, pero sobre él caía la responsabilidad de valerse por sí mismo. La radio irrumpió los pensamientos de George. Ya eran las cuatro.
“I am just a poor boy though my story's seldom told, I have squandered my resistance for a pocket full of mumbles, such are promises”
Sonaba Simon & Garfunkel y George se figuró la indignación del viejo Stan si descubriera a su hijo escuchando ese tipo de música. Philip le pidió autorización para abrir una cerveza; el amigo de su padre accedió. Sería un secreto entre ellos dos. Hubiese sido mejor que su padre apareciese allí. Una reprimenda a su hijo era, quizás, mejor que la desolación y la incertidumbre. Philip dijo que hacía dos semanas que no llamaba y luego comenzó a hablar de lo difícil que se estaba poniendo el último año del colegio.
“Laying low, seeking out the poorer quarters where the ragged people go looking for the places only they would know.”
George respondía distraídamente, mirando su reloj. Faltaba un minuto y había que moverse rápido. Se excusó alegando que iría al baño. Cruzó el departamento, sorteando las sillas y las cajas esparcidas por doquier. La biblioteca, atiborrada de libros, guardaba un enigma, mas él sabía exactamente dónde buscar. Tomó las obras completas de Poe y examinó con sus dedos las primeras hojas, buscando diferencia alguna en el relieve del papel.
Stanley podría haberse convertido en un viejo alcohólico, pero en sus buenos tiempos fue un hombre instruído. Idealista, consideraba un privilegio enaltecer la belleza en medio de la miseria diaria. La Patria, sus valores y la familia eran los pilares incorruptibles de su generación. La literatura y el arte en general, decía en consonancia con las corrientes de su juventud, están presentes en cada acto cotidiano, en cada fugaz momento de iluminación que alumbrara al hombre que, en su pesar, puede entramarse entre el sueño y la vigilia para descubrir visiones, atisbos temporales de un mundo perdido, acaso oculto en la brisa otoñal que acariciaba las coloridas copas de los árboles, en un niño corriendo por primera vez a la vista de su madre o, incluso, en esa casa azotada por la muerte y la locura.
No le llevó mucho encontrar las anotaciones; bastó que sus dedos rozaran las páginas de La Isla del Hada. Ocultó la hoja en su bolsillo y se dirigió al comedor de vuelta.
“Then I'm laying out my winter clothes and wishing I was gone -going home- where the New York City winters aren't bleeding me”
Sus cálculos eran correctos: Philip pataleaba espasmódicamente en el piso, como un insecto dado vuelta que lucha por su vida. George se detuvo a mirarlo con frialdad, mientras palpaba su sobretodo. La Nagant M1895 seguía allí. Trató de no cuestionar su decisión. La duda trae la reflexión, y la reflexión trae consigo la melancolía. No podía permitir que eso pasara. George, o bien Oleg Sergéevich Volkov, capitán en funciones del Primer Directorio del Comité para la seguridad del Estado de la Unión Soviética, había sido entrenado para cumplir su deber. El último suspiro de Philip, precedido por una mirada de desesperación, como aquel marinero que es arrastrado hacia el fondo del océano para perderse para siempre en las tinieblas del abismo, lo estremeció. Vio en el cadáver del joven el crimen de lo inconcebible, la muerte, aquella lúgubre compañera de viaje que todo hace irreversible. Conocía esa mirada: los ojos blancos, despojados de vida; dentro de ellos toda vivencia, las risas y los llantos, la contemplación en los viajes, el significado particular atribuido a cada objeto, la poesía en cada anécdota, todo anulado para siempre. La mera idea del infinito lo había atormentado desde que tenía recuerdo.
Volvió en sí con rapidez. Había que irse antes de que fuera tarde. Subió el volumen de la radio. No alcanzó a voltearse cuando dos fuertes manos se asieron sobre él. Su entrenamiento y su determinación estaban mermados ante el agotamiento de su ser.
“In his anger and his shame ’I am leaving, I am leaving’ but the fighter still remains”.
Con los ojos vidriosos alcanzó a ver a Stanley. Sus sentidos se desvanecían y no pudo saber si el militar había estado tomando. Ojalá no -llegó a pensar- sería menos avergonzante.
“Lie la lie, lie la la la lie lie”
Un minuto tardó Charles, el músico de al lado, en llegar, alertado por el disparo. Creyó previsible la situación; Philip y George ahorcados por Stanley y éste yaciendo con sus ojos mirando a la eternidad con un disparo en la sien. Antes de avisar, en vano, a la policía, bajó el volumen de la radio.
“Lie la lie, lie la la la la lie la la lie”

Saitam Zeravla, Crónicas sobre la infiltración rusa en los Estados Unidos de los ‘60, 1987.


Matías Alvarez (05/03/2017)

lunes, 5 de enero de 2015

Sólo llevo tu imagen en mi mente

Raro el verse lagrimear así, sinvergüenza, entre tanta sequedad de espíritu. 2015. Extraño es el despojo de sentimientos atrofiados. El oír latidos, propios y ajenos, como tamboras. Son tiempos camaleónicos donde las tonalidades cambian según la ocasión. Donde se da en tanto y en cuanto se reciba. Son momentos donde pocos harían algo por vos. Donde nadie te llena, te desborda el alma, te invita a desafiar lo que vendrá. Claro que, en Lanús, otro mundo, un Principado, todo es posible. En estos pastos, pasan cosas. Es el abrazar un colectivo imaginario en un vibrante Estadio de los Sueños, una casa de fin de semana con dos arcos escondidos detrás de un escenario, donde todos, de repente, una noche de verano, resultamos siendo actores -y espectadores a la vez- de una función única donde los vivos no dejan de agradecerle a los muertos semejante herencia hecha bandera. Donde los más pibitos corretean sin rumbo pero a control remoto, contándose las estrellas sobre el escudo, golpeándose el pecho, sabiendo que en el cielo (y sobre la tierra) hay muchas más por bajar y estampar. Fiesta pagana, centenaria alabanza a esa casaca granate que fascina, de omnipotente color, de Norte a Sur. Somos todos. Uno.
Lanús somos. El club de la ciudad. El Club de Barrio Más Grande del Mundo. Sólo afrancesados por su nombre. Pequeños burgueses-baja clase media, algo quejosos, pretenciosos, hastiados, conformistas, cascoteros, ponedores de otra mejilla, solidarios, orgullosamente derrotados con envidiable hambre de revancha. En 1915. Ahora. Siempre quizá. Pura coherencia. A todo ritmo. Hoy, un poquito más que ayer, un poquito menos que mañana. ¿Qué regalarle entonces al que todo nos dio todo y al que todo ya tiene? La pleitesía, la incondicionalidad y el agradecimiento eterno no tienen precio. Somos parte de un constructo monocromático. Somos un Roca repleto, una Pavón que colapsa, la hermandad del Piedrabuena, el torno del Kennedy, la barrera de Castro Barros, el paso bajo nivel, la calesita de Plaza Sarmiento, la Esquiú picante, una pelota que no entra, el gol sobre la hora. A veces ganar; otras veces perder, perder, perder, rascar un empate. Y volver a intentarlo. Somos así. Ilustres desconocidos. Héroes anónimos. Vencedores vencidos. Porque así nos hicieron. Somos el carnet-librito, los Patrimoniales (Macchia, socio 3.450, un gusto conocerte), la Colonia de Vacaciones, el Gimnasio 1, el parquet pulido, la pileta, las piletas, el bar de Ucha, el quincho de Vitalicios, la conchilla de la pista de atletismo, el frontón, los partiditos en el fondo hasta que caiga del sol, el Poli, el tablón, el cemento, el micro escolar de Michela recorriendo el Ascenso, los viajes de la Peña recorriendo el país, la C, la B, la Primera, las Copas, el barco, el avión, Piraña y Japón, las caravanas sin fin, el boletín de Prensa, el bono contribución, Cuchu y sus mangazos, los déficit, los superávit, los pitos en contra, los que hablan sin saber, los llantos interminables… Lanús, cultura popular, escuela de vida donde ves llorar la Biblia contra un calefón...
Somos lo que somos. Lo que no pudimos. Y lo que queremos ser. Testigos, hace casi un centenar de años, del debut en Isla Maciel; del primer gol (de Emilio Malespada contra Buenos Aires); de la victoria bautismo contra Sportivo Suizo; del 4-0 del 18 a los vecinos lomenses (que invalida aquello de 'hijos nuestros'); de la improvisada fusión con Talleres, el verdadero clásico; de la mano artística de Pointis para bocetear el escudo; de la prosa de Cao e Ilvento para crear la marcha; de las patas blancas y goleadoras de Arrieta; del descenso vil del 49; de la sede que levantó la venta de Florio; de los Globettroters y el subcampeonato del 56; de las paredes de los Albañiles; del Nene Guidi, hombre con fútbol y calle; del flamear del trapo rojo de remate; de los penales-puñales en el viejo Gasómetro; del barro puro a la reconstrucción. Al renacimiento. El resto, historieta conocida (hasta Capital del Básquet nos declararon…), gracias al relato de Saúl, de Mineo. Al repaso al detalle de Lanús 2000 TV. A nuestras voluntades. A nuestros próceres con botines. Fuimos la pegada de Villagrán, las manos mágicas del Lechu Herrera en Quilmes, la enjundia del Pampa Gambier (y su 9 Dapsa Topper, en mi placard), el corazón de la Urraca (y el primer trofeo levantado al mundo), el gol al cáncer de un rapado Huguito contra San Lorenzo, la palomita de Graziani que me desmayó; el cabezazo antológico del Pepe Sand en La Bombonera, el equipo de Ramón, el tiro libre de Goltz en el Pacaembú… Fuimos eso. Seremos más.
Cada uno tendrá su grito surfeando el éter. Su Dios. Su cruz. Cada uno llevará su propio nudo en la garganta. Aunque, en definitiva, se trate de la misma pasión, de la misma declaración de amor de cada día, todos los días. De la defensa de un mandato. De la justificación de una elección. Hablamos de identidad. De raigambre. De un ADN en común. De una familia. De patear para un mismo lado y buscar el ángulo, incluso con viento en contra. De colgarse del mismo alambrado y abrazar la gloria. Aun distintos. Aun iguales. Por eso, la cuenta regresiva en el Estadio de los Sueños sonó hueca en el corazón de un pueblo que no deja de ir hacia delante, que piensa a lo grande. Porque no se trataba simplemente de celebrar los 100 eneros en una ciudad vestida de granate. Se festejaba también el poder ser parte activa del primer día camino al bicentenario. Por eso, las lágrimas de fácil andar y el cóctel molotov de recuerdos, de aguafuertes suburbanas. Se brindó por lo que fue y lo que será. Y levanté la copa por tan grande privilegio. Por permitirme darte las gracias de ser quien soy más allá de una pelotita de fútbol. Granate, de la cuna al cajón. Gracias Lanús, por todo lo que hiciste. Gracias Lanús, por todo lo que das. Gracias. Sólo llevo tu imagen en mi mente, grabada tan patente, con inmenso fervor…
 Martín Macchiavello

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Paganos

"Yo no tengo nada de cristiano. Hoy en día no es bueno confesarlo, pues los obispos y abades tienen demasiada influencia y es más fácil fingirse de una fe que luchar por ideas violentas. Me criaron como cristiano, pero a los diez años descubrí que los viejos dioses sajones eran los mismos dioses que los de los daneses y los hombres del norte, y su culto me pareció más lógico que el de arrodillarse ante un dios de un país tan lejano que a nadie he conocido que viniera de allí [...] También me gusta de nuestros dioses que no están tan obsesionados con nosotros. Tienen sus propias disputas y romances y la mayor parte del tiempo parecen no hacernos el menor caso, pero el dios cristiano no tiene nada mejor que hacer que establecer reglas para nosotros. Reglas, y más reglas, prohibiciones y mandamientos, y necesita cientos de curas y monjes con hábitos oscuros para asegurar que obedecemos esas leyes. Yo me lo imagino muy quisquilloso y malhumorado al dios ese, aunque sus curas no paran de decir que nos ama. Yo nunca he sido tan imbécil como para creer que Thor, Odín u Hoder me amaban, aunque espero que en algunas ocasiones me hayan considerado digno."
Uhtred Ragnarsson  (Bernard Cornwell, "Los señores del Norte")

lunes, 29 de septiembre de 2014

The Prince's Tale


Harry seemed to be watching the two men from one end of a long tunnel, they were so far away from him, their voices echoing strangely in his ears.
       "So the boy…the boy must die?” asked Snape quite calmly.
"And Voldemort himself must do it, Severus. That is essential." Another long silence.
Then Snape said, “I thought…all those years…that we were protecting him for her. For Lily.”
“We have protected him because it has been essential to teach him, to raise him, to let him try his strength,” said Dumbledore, his eyes still tight shut. “Meanwhile, the connection between them grows ever stronger, a parasitic growth. Sometimes I have thought he suspects it himself. If I know him, he will have arranged matters so that when he does set out to meet his death, it will truly mean the end of Voldemort.”
      Dumbledore opened his eyes. Snape looked horrified.
“You have kept him alive so that he can die at the right moment?”
“Don’t be shocked, Severus. How many men and women have you watched die?”
     “Lately, only those whom I could not save,” said Snape. He stood up. “You have used me.”
“Meaning?”
“I have spied for you and lied for you, put myself in mortal danger for you. Everything was supposed to be to keep Lily Potter’s son safe. Now you tell me you have been raising him like a pig for slaughter – ”
      “But this is touching, Severus,” said Dumbledore seriously. “Have you grown to care for the boy, after all?”
 “For him?” shouted Snape. “Expecto Patronum!”
From the tip of his wand burst the silver doe. She landed on the office floor, bounded once across the office, and soared out of the window. Dumbledore watched her fly away, and as her silvery glow faded he turned back to Snape, andhis eyes were full of tears.
“After all this time?”
“Always,” said Snape.

martes, 4 de junio de 2013

Horror humano

El monstruo que pedía amor a gritos desde el centro del mundo

Se dejó caer en la más honda oscuridad. Ya nada importaba mucho. Sólo Piazzolla y su bandoneón. Tristeza era la canción. No se molestó en mirar alrededor, sabía que los mellizos estaban muertos, con sus ojos desorbitados mirando a la espeluznante eternidad. Muriendo y muriendo, así vivía la gente ¿Por qué tanto miedo a la muerte? Llegó a sentir que la soledad lo asfixiaba, una nube tóxica de noche se asió sobre él. Quiso gritar, quiso emplear la fuerza máxima de su ser para pedir ayuda; un nudo en la garganta le impidió pronunciar nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas, en la penumbra del cuarto sin luz. Si recordaba sus breves y extintos momentos de felicidad, sólo lo hacía para acentuar la llaga ponzoñosa que tenía en el pecho. Lo habían marcado, desde pequeño.
Cerró los ojos y se dejó llevar por esa vaga idea que había llegado inexplicablemente a su mente; los funerales del rey del fin del mundo. Veía ambulatorios rostros de pena rodeando el féretro. Nadie lloraba, ni siquiera hablaban. Los condes se limitaban a observar al difunto en el hipnótico acto de la descomposición de su nauseabunda piel. A medida que el cadáver se tornaba más irreconocible, un tímido brillo aumentaba en los casi inexpresivos ojos de los señores. Eran las exequias en el negro páramo, allí donde el sol no se atreve a salir y densas nubes volcánicas cubren el país. 
Abrió los ojos. Le molestó el olor que emanaban los cuerpos de los mellizos, sus hermanos. Los miró distraidamente, intentando recordar quiénes eran. Quién era él. Se acercó a gatas, tanteando en la oscuridad. Llegó a ellos y los acarició, como quién hace algo sólo por creer que es lo que se debe hacer. El aroma lo mareaba. Fatigado, cerró los ojos otra vez. Ante sus elucubraciones, se dilucidaron las siluetas de los condes. Estaban devorando al cadáver, con delicada bestialidad. Algunos pocos parecían imbuidos en un éxtasis dionisíaco. Se desvistieron y violaron al cadáver, o lo que quedaba de él. Los dominaba un frenesí incontrolable, un mórbido placer como si estuvieran ejecutando una esperada venganza. Eran los únicos sonidos que se escuchaban en el páramo, aparte del constante viento sacudiendo las cenizas magmáticas. 
Volvió a abrir los ojos. Se dio cuenta que los condes exacerbados eran una representación de él. Miró a su hermana y a su hermano, muertos y ultrajados. Lejos de sentir asco, más por curiosidad que por otra cosa, hundió los dedos en las mejillas del hermano mayor. Se dejó llevar por una rabia feroz, quizás la que lo había impulsado a asesinar por primera vez en su vida. Destrozó a golpes los cuerpos y se llevó trozos de piel arrancados a su cuerpo, intentando pegárselos o algo semejante. Luego, se sentó, desorientado. Ya no sabía que hacer. Chapoteó los pequeños charcos de sangre que salían del vientre de su hermana. Tomó al pequeño no nacido. Con ternura, le cantó canciones de cuna que recordaba de su niñez. "Así no te estarás tan solo" le susurró, besando lo que sería su rostro. A él lo habían dejado solo. Poco a poco, como actores que se descubren en una larga función. Desde su dulce niñez, le habían enseñado la represión de la carne y el deber. Cuando llegó el momento, lo abandonaron a su suerte, dejándolo largas y largas horas en silenciosa soledad. Nunca pudo deshacerse de las ataduras que le habían dado en su niñez. No podía, una fuerza invisible y poderosa-excesivamente poderosa- lo ataba a la imposibilidad de hacer las cosas que hacían los adolescentes de su edad. Jamás pudo manifestar su amor. Intentó de todas las maneras posibles, pero el poder antiguo lo subyugaba. Veía al mundo sumirse en la felicidad común, mientras él miraba todo desde una colina lejana, vidriada por el muro más inquebrantable. Creyó que encontraría gente de su lado del muro, pero no eran más que ilusiones, como minas antipersona que explotan ante el inocente paso de cualquiera. Terminaron de soltarle los últimos lazos de contención; el debía superar esos poderes que a gritos había dicho que no podía vencer. No sin ayuda. Pero nadie lo ayudó; era la máxima universal el no ayudar. Enloqueció y se recluyó en su cuarto, en el laberinto sin solución de Asterión. Asistentes sociales le dejaban comida y lo examinaban, sin importarles su terrible dolor. Ya no lo podía ocultar más en esas sonrisas ridículas pero convencionales. Tampoco podía gritar, ni llorar. Estaba asfixiado por los cristales de hielo enterrados en su cuerpo. Sus hermanos cometieron el peor error; lo visitaron, cuando no había custodia. Él, dejándose llevar por su enorme imaginación, era eso, el ángel de la oscuridad, el rey del fin del mundo, el director de la sinfonía del apocalipsis. No hay consuelo para él. Tampoco para ellos. Tampoco para el mundo, que intenta arreglar la ceguera con anteojos de sol.

Matías Alvarez (3/6/2013)

miércoles, 8 de mayo de 2013

Los Cuatro Teólogos


Neo

No estoy seguro de nada, pero apenas subí al colectivo, estuve seguro de la presencia de El Maestro.

Tomé el 134 en Constitución. El día, cargado de esa densa capa de nostalgia que tienen los días nublados, traía esporádicas ráfagas de lluvia. No había ya asientos libres en el coche; me limité a recostarme contra una de las ventanas en mi afán de poder leer.Enseguida recordé lo que, instantes atrás, había llamado mi atención. Sentado sobre las barandas para discapacitados, estaba Él. Tenía que serlo. Aquél del que mi madre me había hablado desde pequeño. El Santo Maestro. Tendría, aunque esto es incierto y blasfemo, sesenta inviernos en su rostro poblado de una fina barba blanca. Sus ojos parecían observar la totalidad del colectivo, como si pudiese saber qué hacía cada pasajero en cada momento. Me sentí intimidado cuando sus ojos se reposaron en mí, mas una felicidad me invadió ¡El Maestro se fijaba en mí! Tantas noches de rezos habían dado sus frutos.

La lluvia había congregado a un interminable embotellamiento en las calles porteñas. Tenía sueño, me sentía cansado y sólo quería dormir. Pero ahí estaba, no sé si mirándome, la presencia de El Maestro. Debía hacer buena letra. A cambio, Él me daría el paraíso cuando llegase mi turno y debiera bajar del colectivo. Percibí un asiento libre, uno de los primeros. Me dispuse a sentarme allí cuando el Creador me reprochó con la mirada. Ese lugar era para ancianas, aunque no había ninguna. Pero él tendría sus Santas Razones.

Comenzó a llover con más fuerza. La lluvia siempre me había cautivado. Me detuve a mirar con una sonrisa ese espectáculo. El Maestro me observó con desagrado. Dejé de sonreír, a Él no le gustaba. Ya habría tiempo para reír en la otra vida, la que viene después del colectivo.

Ya a mitad de camino, surcando la Avenida Caseros, subió una joven que cautivó toda mi atención. Paso por al lado mío con su delicado rostro, rodeada de una armonía hipnótica. La observé por unos minutos, estupefacto ante esa sensación que me daba. Quise hablarle, cautivado por su sonrisa. No me dejé hacerlo. La carne es pecado. Lo había dicho el Maestro, aunque yo nunca lo escuché hablar. De hecho, en este viaje no había pronunciado palabra alguna.

Una angustia desesperante estaba en mí. Me sentía imposibilitado de todo, como un náufrago que ve varias islas pero no puede llegar a ninguna. La idea de la nueva vida, llena de felicidad, que me estaba ganando con mi sacrificio, me reconfortaba. Lentamente comencé a desarrollar un placer por reprimir mis instintos. El Maestro debía estar orgulloso.

No me atreví a mirarlo para corroborar mi felicidad. 

Las fuentes apagadas del Parque Chacabuco me advirtieron los últimos trazos del viaje. El momento de la verdad había llegado. ¿La gente se apresuraría a morir en esta vida de transporte público, para llegar al paraíso? Lo sabría en breve. Sí sabía que El Maestro, incuestionable, bajaría conmigo. ¡Cuántos elogios me diría por mi actitud! Enseguida me reprendí; no debía esperar nada de Él.

El 134 dobló en Avenida Goyena. Con exquisito deleite, oprimí el botón que anunciaba el final de este tramo en la infinita vida que da El Maestro. Me sentí tan rebosante de confianza hacia Él que no miré atrás; sabía que estaba atrás mío, esperando bajar. Miré por última vez a ese elenco de pecadores; los asientos vacíos, los obreros blasfemos, las parejas riendo (percaté, con temor a la ira de El Maestro, a dos hombres besándose), la joven. Sentí lástima de ellos. Eran tan felices allí, que sus pecados no los dejarían bajar nunca. Llegó mi parada.

Bajé en Goyena y Puán, con la extraña sensación de lo habitual. Miré al colectivo; El Maestro no se inmutó ante mi despedida y siguió viaje. Quise decir todo, pero no pude. Un nudo me oprimía la garganta. Caminé, incompleto, hacia la vida de siempre, como todos los días.


 Jesús

"Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz "Elí, Elí, lemá sabactani" que significa "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Mateo 27. 46


Antígona en Babilonia
-Dios te ama
¿Acaso no apreciás lo feliz que sos?-
Con una daga en el corazón
Y los gusanos corroyéndote de noche
descomponiendo los tejidos de tu ser;
Los cuajos de tu carne caen por la cama
-Es el amor de dios-
¿Acaso no ves a la gente revolcándose en la tóxica miseria, en la basura?
-Ciego hereje, Dios nos dio todo-
Somos felices, colmados de dolor. Vestimos con trajes elegantes la tragedia.
-Es el santo amor de Dios-
Y ese padre penetrando al niño, violando su inocencia y su ser
¿Dios permite eso? ¿Somos la imagen y semejanza de un violador?
-Dios nos viola por amor-
Él creó al humano, la miseria y el horror
transmutando la muerte en la lluvia de alquitrán
que nos desgarra de soledad ¿Por qué no nos pide perdón?
-Porque nos ama y ama nuestro sufrimiento ¡Ama su misericordia!
¿Nos creó para su espectáculo? ¿Por qué no hace nada para cambiar el dolor?
-Porque es el santo orgasmo del Señor, ámalo por sobre todas las cosas.-
Dios perverso, Dios con rencor, ¿Qué es esta vida macabra de putrefacta pasión? 
-Debes arder en la hoguera, por blasfemar al Creador. Dios nos da amor.-
¿Y dónde está tu amor, en el castigo?
-Arderás en el infierno por sufrir, Dios te ama y quiere verte morir por siempre.-


Nietzsche

"Nada más diametralmente opuesto, en efecto, a la interpretación, a la justificación puramente estética del mundo aquí expuesta, que la doctrina cristiana, que es y quiere ser sólo moral y con sus principios absolutos, por ejemplo, con su veracidad de dios, relega el arte, todo arte, al recinto de la mentira, es decir, lo niega, lo condena, lo maldice. Detrás de semejante manera de pensar y de valorar, que por poco lógica y sincera que sea, debe ser fatalmente hostil al arte, yo descubro en todo tiempo también la hostilidad a la vida misma, ya que toda vida reposa en la apariencia, el arte, ilusión, óptica, necesidad de perspectiva y de error. El Cristianismo fue, desde su origen, esencial y básicamente asco y disgusto frente a la vida, sentidos por la vida, que no hacen más que disimularse y ocultarse bajo la máscara de la fe en otra vida, en una vida mejor. El odio al mundo, la condena a las pasiones, el miedo a la belleza y al sensualismo, un más allá futuro inventado para denigrar mejor el presente, un deseo de aniquilación, de muerte, de reposo, hasta llegar al sábado de los sábados: todo esto, así como la voluntad absoluta del Cristianismo de tener en cuenta sólo valores morales, me pareció siempre la fórmula más peligrosa de una voluntad de aniquilamiento, por lo menos un signo de laxitud morbosa, de profundo abatimiento, de agotamiento, de empobrecimiento de la vida. En nombre de la moral, debemos siempre condenar la vida, porque la vida es algo esencialmente inmoral. Debemos, en fin, ahogar la vida con el peso del menosprecio y de la eterna negación, como indigna de ser deseada y como lo no válido en sí. La moral misma ¿no será acaso una voluntad de negación de la vida, un secreto instinto de aniquilamiento, un principio de la ruina, de decadencia, del comienzo de un fin y, por consiguiente, el peligro de los peligros?"

Nietzsche, "Ensayo de Autocrítica" en El origen de la tragedia.

Matías Alvarez (mayo 2013)

jueves, 28 de febrero de 2013

Fontanarrosa

"—Y algo más –Pedro no quiso dejar las cosas así–. Algo fundamental que nos convenció de alejarnos de los temas medulares… –paró el auto–. Vos habrás leído los aportes de Platón, Aristóteles, Sócrates, Demóstenes, los grandes pensadores…

—Sí.

—Mirá el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá el mundo de mierda que nos dejaron. Mirá de qué carajo sirvió todo eso que se les ocurrió.

El Flaco se quedó mirando hacia afuera a través del parabrisas, tomado de la manija interna de la puerta."



Fragmento de "Observación sobre las Narigonas"